Me sé ciego en estas horas decisivas y determinantes que a veces revelan mis incidentes de la vida cotidiana, mis deseos recurrentes y mis placeres reiterados.
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El deseo que ignora los códigos sociales encuentra las fórmulas de su expansión donde quiere, donde puede, lejos de toda moral moralizadora y en el puro gozo de un ejercicio imposible de diferir. Lejos de las aproximaciones sensuales, de las búsquedas y de las errancias, lejos de las historias individuales que recapitulan las historias colectivas de la humanidad y hasta de la especie, el cuerpo, educado y, por tanto, constreñido se abandona a las formas socialmente aceptables de la libido. De ahí el advenimiento de la hipocresía, el engaño a sí mismo y a los otros, el embuste, de ahí también el reinado de la frustración permanente en el terreno de la expansión sexual. Fijado el modelo, todo alejamiento de él resulta culpable: monogamia, procreación, fidelidad y cohabitación proporcionan sus puntos cardinales. Sin embargo, el deseo es naturalmente polígamo, no se preocupa por la descendencia, es sistemáticamente infiel y furiosamente nómada. Adoptar el modelo dominante supone infligir violencia a su naturaleza e inaugurar una radical incompatibilidad de humor con el otro en materia de relación sexuada.
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